Querido padre:
"Me preguntaste una vez por qué afirmaba yo que te tengo miedo. Como de costumbre, no supe qué contestar, en parte, justamente por el miedo que te tengo...
"Para ti, el asunto fue siempre muy sencillo, por la menos por lo que hablabas al respecto en mi presencia y también, sin discriminación, en la de muchos otros. Creías que era, más o menos, así: durante tu vida entera trabajaste duramente, sacrificando todo a tus hijos, en especial a mí. Por lo tanto, yo he vivido cómodamente, he tenido absoluta libertad para estudiar lo que se me dio la gana, no he tenido que preocuparme por el sustento, por nada, por lo tanto, y en cambio de eso, tú no pedías gratitud , pero esperabas por lo menos algún acercamiento, alguna señal de simpatía; por el contrario, yo siempre me he apartado de ti, metido en mi cuarto, con mis libros, con amigos insensatos, con mis ideas descabelladas...
Si haces un resumen de tu juicio sobre mí, surge que no me reprochas nada que sea en realidad indecente o perverso (excepto, tal vez, mi reciente proyecto de matrimonio), sino mi frialdad, mi alejamiento, mi ingratitud...
Yo hubiese sido feliz teniéndote como amigo, como jefe, tío o abuelo, y hasta (aunque en esto ya vacilo) como suegro. Pero precisamente como padre has sido demasiado fuerte para mí, tanto más cuanto que mis hermanos murieron siendo niños aún, y las hermanas llegaron sólo mucho más tarde, de manera que yo tuve que soportar completamente solo el primer choque, y para eso era débil, demasiado débil.
"Compáranos a los dos: yo, para decirlo buenamente, un Löwy con cierto fondo de los Kafka, a quien sin embargo no impulsa esa voluntad de vivir, de comerciar y de conquistar típica de los Kafka, sino un aguijón de los Löwy, que actúa en otra dirección, más secreto,más tímido... Tú, en cambio, un verdadero Kafka en cuanto a fuerza, salud, apetito, volumen de voz, cualidades oratorias, autosatisfacción, superioridad humana...
Yo era un niño tímido, pero seguramente también terco, como deben ser los niños; sin duda mi madre me mimaba también, pero no puedo creer que fuera tan difícil tratarme que una palabra cariñosa, un silencioso asirme de la mano, una mirada dulce no hubieran podido obtener de mí lo que quisieran. En el fondo, eres un hombre bueno y afable (esto no está en contradicción con lo que sigue, ya que solamente hablo de la apariencia con que influías sobre mí, cuando era niño), pero no todos los niños tienen la perseverancia y la intrepidez suficientes como para buscar mucho tiempo hasta llegar a la bondad.
Tú sólo puedes tratar a un niño de la misma manera con que estás hecho, con fuerza, ruido e iracundia, y esto te parecía además muy adecuado para el caso, porque querías hacer de mí un muchacho fuerte y valeroso...
Si tu sola presencia física ya me aplastaba...Recuerdo, por ejemplo, cuando nos desvestíamos juntos en una casilla. Yo flaco, débil, enjuto; tú, fuerte, grande, ancho. Ya en la casilla me sentía miserable, y no sólo frente a ti, sino ante el mundo entero, porque tú eras para mí la medida de todas las cosas. Pero después salíamos de la Casilla e íbamos entre la gente, yo tomado de tu mano, esqueleto pequeño, vacilante, descalzo sobre las tablas, temeroso del agua, incapaz de imitar tus movimientos para nadar que, con la mejor intención, pero en realidad para mi vergüenza profunda, tú repetías constantemente para enseñarme. Yo me sentía entonces completamente desesperado, y todas mis experiencias desalentadoras en otros terrenos coincidían a la perfección en ese momento.
Todos mis pensamientos en apariencia independientes de ti, llevaban desde el principio el peso de tu veredicto adverso...No me refiero aquí a ninguna clase de pensamientos elevados, sino a cualquier asunto pequeño de la infancia. Bastaba con estar contento por cualquier causa, absorbido por ella, llegar a casa y expresarla, para que la respuesta fuese un suspiro irónico, un meneo de cabeza, un golpeteo de los dedos sobre la mesa... Bastaba con que yo demostrase algún interés por alguna persona (cosa que, debido a mi carácter, no sucedía muy a menudo) para que tú, en seguida, sin consideración alguna para mis sentimientos ni respeto por mi opinión, te entrometieras con insultos, difamaciones y calumnias.
Los huesos no podían morderse, pero tú sí podías; el vinagre no podía sorberse, pero tú sí podías. Lo principal era cortar el pan en forma correcta, pero no tenía importancia que tú lo hicieras con un cuchillo que chorreaba salsa. Una vez sentados a la mesa, sólo era permitido ocuparse en comer. Pero tú te limpiabas y te cortabas las uñas, sacabas punta a lápices, te hurgabas las orejas con escarbadientes. Te ruego, padre, que me comprendas bien: todos éstos hubieran sido detalles sin importancia, pero se tornaron deprimentes para mí porque tú, un hombre tan enormemente decisivo en mi vida, no cumplías los preceptos que me dictabas.
Por esa razón el mundo quedó para mí dividido en tres partes: una donde vivía yo, el esclavo, bajo leyes inventadas exclusivamente para mí, y a las que, además, no sabía porqué, no podía adaptarme por entero; luego, un segundo mundo, infinitamente distinto del mío, en el que vivías tú, ocupado en gobernar, impartir órdenes y enfadarte por su incumplimiento; y, finalmente, un tercer mundo donde vivía la demás gente, feliz y libre de órdenes y de obediencia.
(Noviembre, 1919)