domingo, 22 de abril de 2012

De Dostoievski a Zweig

Zweig admiró profundamente a Dostoievski, quizá porque siempre le interesaron los seres atormentados y neuróticos. Su libro Tres maestros está dedicado a Balzac, Dickens y - sobre todo - a Dostoievski. También le dedica a él uno de sus catorce Momentos estelares de la humanidad.

  Primero voy a copiar uno de los fragmentos de El idiota, en donde el Príncipe Mishkin ( el protagonista) cuenta una experiencia que le contaron ( en realidad la experiencia vivida por su autor):

Pero mejor será que hable del encuentro que tuve el año pasado con otro hombre. Esto se vio unido a una circunstancia muy extraña, extraña, en realidad, porque se da en muy raras ocasiones. Aquel hombre había sido llevado con otros hasta el cadalso, le leyeron la sentencia de muerte; debía ser fusilado por un delito político. Veinte minutos después le notificaron el indulto y la nueva condena; sin embargo, los veinte minutos transcurridos entre una y otra sentencia, acaso fuese un cuarto de hora, los vivió con la convicción indudable de que al cabo de unos minutos iba a morir. Yo escuchaba con vivísimo interés cuando, en ocasiones, evocaba lo que entonces experimentó. Sus recuerdos eran muy vivos y decía que jamás olvidaría aquellos minutos. A veinte pasos del patíbulo, alrededor del cual había mucha gente y soldados, habían colocado tres postes, ya que los reos eran varios. Condujeron a los tres primeros a los postes, los ataron, les vistieron las ropas (unos largos sayos blancos) y les pusieron unos capuchones, blancos también, para que no viesen los fusiles; luego frente a cada poste se colocó un piquete de soldados. Mi conocido era el octavo de la fila, así que le correspondía ir al poste en la tercera tanda. El sacerdote pasó ante todos con el crucifijo. Llegó un momento en que no le quedaban más que cinco minutos de vida. Según contaba, esos cinco minutos le parecieron un tiempo infinito, una riqueza enorme; creyó que en aquellos cinco minutos iba a vivir tantas vidas, que todavía no merecía la pena pensar en los últimos instantes, así que siguió tomando distintas disposiciones: calculó el tiempo necesario para despedirse de sus compañeros, destinando dos minutos; otros dos reservó para pensar por última vez en sí mismo y el resto lo dejó para mirar en torno suyo. Recordaba muy bien que había tomado estas tres decisiones y que así había distribuido el tiempo. Iba a morir a los veintisiete años, era un hombre sano y fuerte; al despedirse de sus compañeros, recordaba, había hecho a uno de ellos una pregunta al margen por completo y hasta esperó con gran interés la respuesta. Luego de haberse despedido de los compañeros llegaron los dos minutos reservados para pensar en sí; sabía de antemano en qué iba a pensar: deseaba ardientemente imaginarse, cuanto antes y de la manera más clara posible, cómo era aquello de que en aquellos instantes era y vivía y tres minutos después sería algo, ¿quién o qué? ¿De qué o quién se trataría? ¿Dónde se encontraría? ¡Todo esto pensaba resolverlo en aquellos dos minutos! No lejos había una iglesia, en cuyas doradas cúpulas se reflejaban los claros rayos del sol. Recordaba que no podía apartar la vista de las cúpulas y de los rayos que éstas reflejaban; le era imposible mirar a otro lado; le parecía que esos rayos eran su nueva naturaleza, que pasados tres minutos se fundiría de algún modo con ellos... La ignorancia y la repugnancia que aquel fenómeno nuevo que de un momento a otro se iba a producir provocaba en él, eran horribles. Pero lo más penoso era el continuo pensar: «Si no muriese. Si volviese a la vida. ¡Qué infinitud! Todo eso sería mío. Entonces convertiría cada minuto en un siglo, no perdería nada, llevaría la cuenta de cada minuto, no perdería en vano ni uno solo.» Según dijo, esta idea acabó por producirle tal cólera, que llegó a querer que lo fusilasen cuanto antes.

 Si queréis continuar leyendo este fragmento, podéis hacerlo aquí.
  
 http://www.chauche.com.ar/aruges_ar/el_idiota/005.html


Copio ahora un fragmento del poema de Stefan Zweig. Es curioso que este "momento" dedicado a Dostoievski lo escribiera en verso

En silencio forman en fila.
Un teniente lee la sentencia:
Muerte por traición. Con pólvora y plomo.
¡Muerte!
La palabra, como una piedra impetuosa
cae en el frío espejo de la calma,
suena
con fuerza, como si partiera algo en dos.
Después el eco vacío
se hunde en el silencioso sepulcro
de la glacial quietud de la mañana.
Como en sueños
siente todo lo que le está ocurriendo.
Y sólo sabe que ahora ha de morir.

Uno se adelanta y sin hablar le pone
un sudario blanco, ondeante.
Una última palabra despide a los compañeros.
Con la mirada ardiente,
un grito mudo,
besa  al Redentor en el crucifijo
que el pope, serio, apremiándole, le tiende.

Después todos ellos,
los diez, de tres en tres,
son remachados con cuerdas a los postes.

Si lo queréis leer entero, clikad aquí:

  http://www.amnistiacatalunya.org/edu/2/pm/pm-cites-zweig-22.html